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Grata

       


                                                           A veces unos se marcha de uno mismo


Se quitó los guantes muy despacio, desenroscó la bufanda de su cuello y la depositó junto a la cartera sobre la mesita gris. Se miró en el espejo y se vio pálida y cansada, con esas ojeras que cada vez eran más oscuras. No dormía mucho en general, su vida era  una vida de trabajo e insomnio. Los domingos cuando podía tomar una siesta después del almuerzo, prefería quedarse en el balcón fumando un cigarrillo y mirando a los niños jugar en el área comunal. Se quitó las botas y se desplomó en el sofá. Cerró los ojos y sintió que el sueño la alcanzaba, la noche anterior se la había pasado en vela.

Lo había llevado bien el día entero. En el trabajo habló poco y nadie le preguntó cómo se sentía. Además no había ni tiempo ni lugar para hablar. Los pocos minutos de almuerzo o descanso eran suficientes para comer un bocadillo e ir al baño. Ahora en su departamento podía pensar mejor en la llamada telefónica a la media noche que la dejó sin sueño. Y no tanto por la magnitud de la noticia; sabía que aquello pasaría de un momento al otro. Pero la dejó despierta pensando en el posible viaje, en el funeral y en el pueblo. Le parecía todo tan lejano y ya casi inexistente, como cuando a uno le cuentan sobre alguien que apenas conoce, o sobre un lugar al que nunca se ha visitado pero que otra gente lo ha hecho por uno. Habían pasado ya muchos años y se había convencido que ya ella no existía para nadie en aquel lugar.

Con un gran esfuerzo se levantó, se preparó un té y prendió el televisor. Las noticias no decían nada interesante. A veces se hablaba de guerras, de muertes, de la pobreza, de la gente famosa,  pero nunca se hablaba de su país, peor aún de su pueblo. Quizás nadie más que ella y sus habitantes sabían que existía ese puñado de casas ajadas y olvidadas por el tiempo. -De un pueblo que no tiene más que unas pocas casas, una pequeña capilla, un galpón que hace de escuela, -¿qué se puede decir? -Balbució. Tampoco había un periódico donde publicar un obituario. Aunque le dijeron que desde hace poco se había instalado una estación de radio en un pueblo cercano y que en ella se podría anunciar el funeral y la misa.

Le dijeron también que ellos podrían pagar por una misa de honras, el ataúd y el nicho. Que cuando llegara, podría cancelar ese dinero. O también que podría enviar ese dinero a primera hora de la mañana antes del viaje, ya que en el en el otro pueblo había una agencia de envíos. Ella no sabía mucho de estas cosas, nunca envió dinero, ni averiguó de los avances del pueblo; tampoco enviaba cartas ni las recibía.

Repaso su vida en el pueblo. No se marchó para sacar a la familia de la miseria, ni por un futuro mejor. Tampoco hizo la promesa del sacrifico que consistía en romperse el lomo por unos diez años trabajando dos o tres jornadas, casi sin dormir para ahorrar y volver. Como los otros, ella no envió dinero para construir la casita para la madre, o para educar a los hermanos  pequeños y traer a los más grandes pagando una fortuna a los coyotes. No, ella no hizo nada de eso, ella solo se marchó un día sin saber bien cómo iba a cruzar al otro lado. Una madrugada, en puntillas y con muy poco se fue del pueblo así sin más; sin avisar, sin planear, sin la misa de bendición, ni los consejos de la madre. Sin nada.

 Subió al autobús y cuando ya estaba muy lejos, cuando el paisaje adquirió otros colores, entendió que se había ido de ella misma, de esa vida que no era más que trabajar de sol a sol desde muy pequeña, con apenas algo que comer. Se había ido de sus pies sin zapatos, de sus días sin escuela, sin juegos  y sin amigos. Lo que hizo fue huir de las palizas diarias de su madre y de los abusos de los hombres que iban y venían por la casa. Huyó de un lugar agreste, de caminos de polvo, de un pueblo donde lo único que despertaba interés eran las muertes, los nacimientos y una que otra boda. Ni su ausencia importó mucho.

Pero sobre todo huyó de su madre, de sus manos callosas y castigadoras. Huyo de su boca profunda que escupía palabras punzantes que la arrojaban a un abismo oscuro, del que salía días después para volver a caer en el inmediatamente. Huyó de las burlas, de la indiferencia, de la falta de abrazos y palabras cariñosas, de un pueblo que sabía de su infame vida y que sin embargo nunca la rescató; de ellos también huyó.

Bebió el té y fumó un cigarrillo mientras trataba de organizar algunas ideas sobre todo aquello, que en realidad era muy poco. Ella no tuvo hermanos a quienes traer al norte, ni intenciones de volver un día, ni tampoco gratitud. Apagó el televisor, se metió en la cama y apagó la luz de la lámpara. –Que la metan en un hueco y le echen tierra- pensó y se durmió.
FIN            

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