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El tesoro cañari de Sigsig en el Smithsonian Institution.

 El tesoro cañari de Sigsig en el Smithsonian Institution.


En septiembre de 1906, Marshal Howard Saville, antropólogo norteamericano que a principios del siglo XX dirigió dos expediciones patrocinadas por Marie Antoinette Heye (Heye Foundation) en Ecuador, adquirió una pequeña parte de lo que fue el Tesoro de Sigsig y lo trasladó al Museum of the American Indian (MAI), hoy National Museum of the American Indian (NMAI) (https://americanindian.si.edu),  uno de los insignes museos del Smithsonian Institution en Washington D. C. En su texto, The Gold Treasure of Sigsig, Ecuador. (1924), Saville relata el descubrimiento del tesoro en 1889 sucedido en el pueblo azuayo de Sigsig y llevado a cabo por un indígena de la zona, mientras cavaba una zanja de drenaje junto al convento del pueblo. Como generalmente sucede con este tipo de descubrimientos, la mayoría de los objetos de oro y plata fueron fundidos por los huaqueros y solamente una pequeña pero importante parte sobrevivió al calor del crisol. De entre los objetos encontrados sobresale una magnífica corona cañari (C2) de la que se supo en 1900 cuando fue expuesta en la “Exposición de la Sociedad Filantrópica del Guayas”. Más tarde, en 1906, Marshall H. Saville la adquirió y trasladó, junto a otros objetos, a EE. UU. para ser depositada en el MAI.

 

Antes de presentar este magnífico descubrimiento y del destino final de la corona, expongo la ruta que me llevó a ella: En un artículo anterior, “Una corona cañari en posesión de la Corona británica.” (Revista Mundo Diners), expuse lo que fue mi encuentro con otra majestuosa corona cañari (C1), la misma que se encuentra en el Royal Collection Trust de Londres (https://www.rct.uk) y que ha sido reclamada por varias instituciones y organizaciones de Ecuador. Mi búsqueda del origen de C1 había sido infructuosa y lo único que sabía es que fue encontrada cerca de Chordeleg, Azuay en 1854. Sin embargo, hace pocas semanas en un hotel en Cuenca me encontré con un interesante libro que parecía llamarme desde una vieja estantería: Max Uhle: Aportes a la arqueología del austro ecuatoriano (2019). Para mi sorpresa en el libro contenía una fotografía de C1 y también de C2. No esperé mas, pedí un café y con vistas al río Tomebamba me di a la tarea de revisar este texto que me llevó a un segundo libro, El Tesoro Precolombino de Sigsig (2015) de Benigno Malo y a una posible pista sobre el origen de C1. En su libro, Malo cita a Saville, quien a la vez cita las memorias de un viajero inglés del siglo XIX, Godfrey T. Vigne quien en su libro Travels in Mexico, South America, etc., etc. Vol. 2 (1863) relata que en 1852 se presentó en el cabildo de Quito con una espléndida corona de oro puro encontrada en las cercanías de Cuenca (p 193). ¿Podría ser esta la corona que hoy reposa en manos de la Corona británica? Según la descripción del Royal Collection Trust, esta fue encontrada en Chordeleg en 1854 y añade que un gran número de objetos de oro habían sido encontrados en 1850 en esta misma área.

 

Ahora vuelvo a Marshal H. Saville y su texto The Gold Treasures of Sigsig, Ecuador (1924). Saville traza la ruta del hallazgo del tesoro desde su descubrimiento hasta el arribo de algunas piezas a Guayaquil salvadas del fuego gracias a la intervención de Nicolás A. Rivadeneyra, un posible coleccionista radicado en esta ciudad. En efecto, en 1900, Ribadeneyra viaja desde Guayaquil hasta Cuenca y de ahí al pueblo de Sigsig a lomo de mula y logra comprar algunos artefactos de oro, entre ellos la corona que en ese momento llevaba tres penachos adheridos en la parte frontal y trasera; y que a través de algunos análisis se determinó que no eran parte de la corona. No obstante, hoy los penachos permanecen junto a ella en exhibición. Ribadeneyra compró los artefactos a la firma comercial Merchán y Compañía que al parecer fue formada en ese momento debido a la urgencia de trasladar los objetos. A su regreso a Guayaquil, Ribadeneyra presentó “la corona inca” y otras piezas en la “Exposición de la Sociedad Filantrópica del Guayas” y ganó el primer premio en la categoría de objetos antiguos de metal. Seis años más tarde, Ribadeneyra los vendió a la Heye Foundation representada por Marshal H. Saville. Se ignora el valor. Entre los objetos de oro que lograron salvarse, y que Saville acabaría llevando a EE. UU, se encuentran: una punta de lanza, tres regatones o conteras que adornaban uno de los extremos de propulsores de dardos, tres fichas zoomorfas, tres penachos, un brazalete hueco, dos apliques y una corona (C2).  

 

Según la descripción en la página digital del NMAI, la corona mide 50 x 13 x 19 cm y data del año 600 – 750 d.C. Consta, además, el nombre de su dueño anterior, Nicolás A. Rivadeneyra, el lugar donde fue encontrada, Sigsig, Ecuador, así como los datos de la expedición. Pero la información que más llama la atención y preocupa es en cuanto a su origen. En primera línea se lee, “Cultura/Gente: posiblemente Moche (Mochica)”. Según Benigno Malo V., el error podría deberse a un tema de identificación estilística y su similitud con coronas moches encontradas en Perú. Sin embargo, este es un dato que dificulta su búsqueda y que además confunde al visitante, por lo cual es necesaria una petición, por la parte de las instituciones del Estado, al NMAI para que la información sea rectificada.

 

El hallazgo del tesoro: un antes y un después en el campo de la antropología.


Para tener una mejor idea del hallazgo del Tesoro de Sigsig y su valor, usaré los relatos de los antropólogos que más influencia tuvieron durante las primeras décadas del siglo XX: los franceses René Verneau y Paul Rivet y el alemán Max Uhle. En 1912, René Verneau y Paul Rivet publican Etnografía antigua del Ecuador, un ensayo que reproduce algunas distorsionadas fotografías de la mayor parte de objetos del Tesoro de Sigsig y en el que se reconstruye un plano más o menos exacto de una de las tumbas. Según este, el pozo tenía una profundidad de 1,70 m con un “bolsón” (cavidad funeraria) poco profundo y dirigido hacia el este. Un esqueleto único yacía acostado en el fondo del pozo con la cabeza a la entrada. Sobre él se encontraron una gran cantidad de placas de oro y plata alternadas entre ellas como si hubiesen estado sujetas a un manto colocado sobre el cuerpo. El manto tenía flecos formados por pequeños tubos de oro. Los brazos estaban adornados con brazaletes y la cabeza con una corona de oro. En la entrada del bolsón se encontraron varias varas de chonta labradas y cubiertas por láminas de oro y plata. Más adelante cuatro placas circulares alternadas, dos de oro y dos de plata, de 40 a 50 cm de diámetro, estaban ubicadas verticalmente y obstruían la entrada. Finalmente, detrás de ellas se encontraba el verdadero tesoro: agujas, hachuelas, flautas de Pan (rondadores), figuritas de oro, y una pluma cuyo tallo era de oro y las barbas de plata.

 

Diez años después, en 1922, Max Uhle publicó “Sepulturas ricas de oro en la provincia del Azuay”, un ensayo para la Academia Nacional de Historia en el que describe varios lugares en donde se dieron valiosos hallazgos. En cuanto al Tesoro de Sigsig, Uhle menciona que en el lugar se encontraron doce sepulturas muy ricas ubicadas en pleno centro del pueblo. Las doce sepulturas formaban tres secciones y tenían la forma de pozos cilíndricos de 2 a 4 metros de profundidad por 1,20 de diámetro con una cámara funeraria lateral en la que reposaba el difunto o “bolsón” como lo llamaban los huaqueros. Uhle afirma que uno de los pozos contenía 44 libras de oro y otro, más de dos quintales.

 

El conocimiento de la abundancia de minas de oro y plata y el fino trabajo de orfebrería de los cañaris está documentado desde la Conquista. En 1750, Pedro Cieza de León escribió Crónica del Perú. El señorío de los Incas, en el que dedica un capítulo entero al pueblo cañari, intitulado “De la grandeza de los ricos palacios que había en los asientos de Tomebamba de la provincia de los Cañares.”. Entre otros, Cieza de León narra la belleza y extensión de la región cañari hasta la cual llegaron los incas, y de las “tan grandes y ricas minas” que en 1544 fueron descubiertas y cuya riqueza fue llevada a Quito: “más de ochocientos mil pesos de oro”. La importancia del pueblo cañari, su constante resistencia a los incas, su laboriosidad y riquezas se encuentra no solamente en las crónicas de Cieza de León, si no también en las de Cabello de Balboa, Cristóbal de Molina y el Inca Garcilaso de la Vega, lo cual denota la importancia de esta cultura en la región.

 

Durante la Colonia pocos cronistas relataron algo sobre el “gobierno” de los cañaris que estuviera alejado de los grandes relatos sobre el Perú y los incas y México y los aztecas, ambos polos dominantes en el campo de la arqueología y la construcción del discurso sobre el pasado americano, entre ellos Juan de Velasco. Sin embargo, siglos después, Federico González Suárez fue el primero en buscar en los artefactos cañaris ciertos visos sobre el origen de “las naciones ecuatorianas” y escribe Estudio histórico sobre los cañaris, antiguos habitantes de la provincia del Azuay (1878) en el que señala, “… tenían una especie de confederación entre los diversos cacicazgos independientes en que estaba dividida la nación […] No tuvo razón Garcilaso cuando pintó como bárbaros a los Cañaris antes de la dominación de los Incas.  (p20 21)”. En su discurso durante la conmemoración del 10 de agosto de 1881 en la Catedral de Quito, González Suárez pronuncia el discurso del derecho a la nacionalidad y menciona entre otros requisitos, “un origen común”, es decir un mito de origen. Indica además la influencia y dominio que tuvieron los incas en un periodo de setenta años antes de la Conquista y su permanencia en el imaginario como la única cultura importante en la región, lo cual llamaba a buscar una identidad propia, una nacionalidad.

 

La segunda mitad del siglo XIX y principios del XX fue un periodo de exploración alentado, sobre todo, por los viajes de Humboldt. La corriente positivista animó la búsqueda y estudio de los pueblos originarios, pero también el saqueo y comercio de miles de objetos valiosos que fueron a parar a colecciones privadas y museos fuera del país. Por ejemplo, León Heuzey, un antropólogo francés, menciona en su texto Le Trésor de Cuenca (1870), “el tesoro de oro” que pasó a manos del cónsul francés en Venezuela, Eugene Thirion, adquirido en el puerto de Guayaquil y cuyo peso fue de más diez kilos (p 5). Son innumerables los sitios en la provincia de Azuay y Cañar de los que se han extraído piezas magníficas: Sigsig, Patecte, Cerro Narrío, Zhiñang, Ganzhun, Pajtente, Huailil, Cumbe, Raranga, Curiloma, Guizhil, Bazhun, Patamarca, Machangara, Cojitambo y Huapan, entre otros. Tantos son tantos los lugares y tantos los tesoros que la única forma de pensar en el territorio cañari como un todo, como una cultura que ha sobrevivido hasta hoy, es remontarnos al mito de origen que designa al pueblo cañari no como una tribu sino como una nación.

 

Como todo lo que ha llegado a mis manos durante esta investigación, algunos lo llaman sincronía, un querido amigo me envió hace pocos días un hermoso y desconocido texto muy poco citado en el campo de las humanidades: Relación de las Fábulas y Ritos de los Incas, escrito en 1573 por Cristóbal de Molina llamado el Cuzqueño, aunque de origen español. En él, De Molina narra el mito de origen del pueblo cañari que por efectos de espacio paso a resumir: En la provincia de Quito hay una provincia llamada Cañaribamba, dice De Molina, a cuyos pobladores los llaman cañares. La historia cuenta que, durante el Diluvio, a un cerro muy alto llamado Huacayñan, escaparon dos hermanos. “Y dicen en la fábula que como yban las aguas creciendo, yba el cerro creciendo, de manera que no les pudieron alcanzar las aguas ...” (40). Según el relato, dos guacamayas muy hermosas con rostro de mujer los salvaron de morir de hambre. Uno de los hermanos procreó seis hijos con la menor y ellos poblaron la región y veneran al cerro, teniéndolo como huaca al que llamaron Huacayñan, “y en gran veneración a las huacamayas, y tienen en mucho las plumas d’ellas para sus fiestas” (41).

 

No se me ocurre otra forma de unificar tanta historia, región y belleza cañari que traer a la discusión la importancia de este pueblo y sus preciosas obras de arte desperdigadas por el mundo y, exigir, además, que el Estado pida su devolución a su lugar de origen. Estos tesoros, más allá de ser nuestro legado y patrimonio, nos permiten tejer fabulosas historias de amor e identidad para las presentes y futuras generaciones.

 

Betty Aguirre-Maier

University of Utah

 

 

El Tesoro de Sigsig: https://americanindian.si.edu/collections-search/search?edan_q=Sigsig

Texto de Saville: https://library.si.edu/digital-library/book/goldtreasureofsi00savi


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