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Infancia junto al volcán.

Cotopaxi by Frederic Edwin Church, 1862.

Así como la gente que crece junto al mar lleva consigo el sonido de las olas, el olor a sal en el aire, el abrigo de la arena tibia en la piel; quienes crecimos junto al volcán llevamos con nosotros el tremor de la tierra, el calor de la lava, y el helar de las mañanas, algo así como un amor sublime, inefable, por ese inmenso macizo de perfecto cono. Llevamos también y muy adentro, un terrible temor de fuego y de ceniza, y anhelamos con todo deseo y devoción que no despierte. Lo queremos quieto manso, hermoso. Sabemos que si despierta nos encontrará desnudos, vulnerables, y aterrados como niños que ven lanzarse sobre ellos al monstruo de sus pesadillas.

Imponente imagen que la veía diariamente desde mi ventana, desde la terraza de la escuela o desde cualquier punto de la ciudad. Su belleza ya forma parte de mi paisaje interior.  Siempre imponente el guardián, el coloso, el Taita, el Cotopaxi, nuestro Cuello de Luna, solía ser impasible y silencioso, pero hoy ha despertado. Aunque nos gustaría comprobar que solamente se está desperezando, los expertos dicen que no, que ha entrado en una fase eruptiva. ¿Será esa la ultima fumarola? ¿Estaremos soñando? Se me ocurre pensar que, tal vez como nosotros, el Cotopaxi está siendo víctima de alguna pesadilla. A lo mejor sueña con una de esas viejas batallas con el Chimborazo, cuando perdió el amor de la Mama Tungurahua, y quizás ha escuchado a la bella de “garganta ardiente” llamándolo a su lado. En el imaginario el volcán toma vida; no podemos escapar a lo que somos, un producto de tantas vivencias. 

Aun estando lejos, el temor no me abandona. Me preocupa mi ciudad amada, mi familia, los amigos, esos rincones sagrados de la niñez que podrían desaparecer. Desde la infancia lo he soñado tantas veces, y algunos han sido pesadillas de estar viviendo su erupción. Experiencias oníricas que las puedo contar con lujo de detalle de principio a fin, sabiendo que quedaré deshecha solamente al narrarlas. Se bien que todo esto son los rezagos de ese leve despertar del volcán a finales de los 70s, cuando los temblores nos lanzaban a los patios o a la calle muy tarde en la noche, o cuando la escuela nos llevaba hasta la colina del Calvario, como parte de los programas de simulación. A veces en ese estado permanente de vigilia, propio de la infancia, escuchaba a mis padres hablar de volver a Cuenca, y a mi, aun pequeña, se me arrugaba el corazón. ¿Como podría dejar el hogar, la escuela, los amigos, sin morir de tristeza?

Quizás tenia 9 o 10 años cuando un fin de semana fui con mis padres y algunos amigos a acampar junto a la laguna de Limpiopungo. Habia llegado el momento de subir el volcán. En la mañana de un sábado de cielo azul y sol brillante, salimos desde nuestras tiendas en una helada caminata hasta el volcán. Una media de hora transitar entre musgos, conejos y chuquiraguas.  Mientras iniciábamos nuestra subida al primer refugio, escuchamos un estruendo que parecía vibrar tanto en el cielo como en la tierra. Paralizados por el estruendo nos miramos los unos  los otros ... -¡El volcán, el volcán!- gritó alguien del grupo. Sin pensarlo dos veces arrancamos en polvorosa y empezamos a descender angustiados con la idea de ser quemados vivos por la lava o aplastados por alguna roca gigante. Conocíamos la enormidad de la legendaria Chilintosa, la roca que alguna vez expulsó el volcán. Aun mas, en nuestro viaje desde Latacunga, pasamos cerca y fuimos a verla. Grandiosa, casi como una montaña en los ojos de una niña, podía imaginar nuestro destino si algo de tal magnitud llegaba a aplastarnos.

Sostenida de la mano de mi padre sentía volar cortando el aire helado, cuando perdimos el equilibrio y empezamos a rodar por la gris arena volcánica y a chocar contra pedazos de roca y hielo. Mi abuela que en ese entonces aun era joven, corría detrás de nosotros con un Ave María en los labios. Y mi madre, entre gritos y lagrimas, evitaba rodar con mi hermana en brazos. Perdí de vista a mi hermano quien bajaba con el resto de amigos, que igual que nosotros, resbalaba por la ladera en total desesperación. Cuando casi habíamos llegado a las faldas del volcán, sucios y golpeados, vimos dos jets cruzar el cielo como veloces flechas y lo entendimos todo. El alma nos regresó al cuerpo. Recuerdo que saltábamos, reíamos y llorábamos al mismo tiempo. La vibración y el estruendo causado por el sonido supersónico de estas naves, había creado casi el mismo escenario del inicio de una erupción. 

Una vez en nuestro campamento, sentados juntos a una pequeña fogata y con un chocolate caliente en la mano, la abuela envuelta en su gigante chal de vicuña y con esa misma seriedad con la que anunciaba las buenas y las malas a toda la familia,  dijo que todos iríamos a ponerle una ofrenda a la Virgen del Volcán. Sentenció muy seria que cualquier día de estos no serian los jets sino el mismísimo Cotopaxi quien haría temblar al mundo.  

A las pocas semanas de nuestro paseo y susto, llegó el día de la Virgen de las Mercedes y con ello la fiesta de la Mama Negra. -¿Quién más para protegernos de tanta calamidad que la Virgen?- decía mi madre, a lo que mi abuela, mi hermano y yo asentíamos con un movimiento de cabeza, mientras caminábamos bien vestidos y peinados hasta la plaza de La Merced. 

Llegamos a tiempo para ver al Ángel de la Estrella, una niña de largos rizos, alas enormes y blanco vestido, subida en un blanco corcel,  declamar unos larguísimos versos y plegarias a los pies de la Virgen. Me sorprendió que esta niña, quizás menor que yo, pudiera memorizar tantas palabras, tantos versos, cientos de ellos. Casi convencida de que sí era un ángel y una vez terminada su plegaria, aplaudi el mejor acto de fervor que he visto en mi vida. Entonces levanté mis ojos casi cegados por el reflejo de sus joyas y la divisé sobre un altar dorado cubierto de rosas y claveles, virgen pálida y serena, de tiernos ojos, que contemplaba a sus devotos.

Terminadas las plegarias del Ángel de la Estrella empezó la fiesta con disparos y camaretas. Una banda de músicos bien vestidos dio inicio al desfile y una muchedumbre abrió paso a la llegada de seres extraordinarios salidos del imaginario andino, indígena y mestizo: el urcayaya, los huacos, los capariches, los curiquingues, todo el sincretismo imaginable reunido en una sola fiesta pagano-religiosa. Por ahí venían los loadores de rostro tiznado, enfundados en trajes de brillante satín y llevando consigo sus baldes de champú, una chicha amarga, al tiempo que repartían pícaras loas sobre todo a las mujeres. Por allá venían saltando las camisonas, travestis de brillantes pelucas y largos vestidos cubiertos de billetes que con sus fuetes imponían el orden.  Mas allá un elegante Rey Moro, el altivo Capitán, el colorido Abanderado, los priostes, las cholas, las fabulosas y pesadas ofrendas como las ashangas de cerdo y frutas, las allulleras, las bandas de pueblo, los bailes y el licor que parecía bajar sin pausa por las calles empedradas.

Y al final de todo, la mas esperada, la reina del desfile: la oronda y muy elegante Mama Negra, cubierta con un hermoso pañolón o chalina, blusa bordada y un sinfín de polleras que debía cambiarse en cada esquina. Mama Negra de chisguete en una mano con el que lanzaba al publico “su leche materna”, y con la otra sostenía a Baltazara, su última hija. Sus otros dos guaguas, los mas grandecitos, iban en las ancas del caballo colgados en alforjas. Grande, imponente, risueña y enjoyada, paseaba sobre un caballo su doña y sagrada humanidad por las angostas calles de una ciudad blanca. 

Con un algodón de azúcar en la mano, observaba desde un balcón el paso de estos personajes mágicos que daban giros y giros; en trance, absortos en la música, la devoción y el licor. Por ahí se materializaba un grupo de huacos, brujos de los Andes, que entre las risas de la gente habían secuestrado a una joven alta y bonita, a quien rodeaban mientras le curaban del espanto o del mal de ojo. Habrán de usar sus soplos de trago, sus herméticas plegarias, osamentas de venado y bastones mágicos para liberar liberar a la joven de cualquier mal. 

Luego de horas y horas de fiesta, la comparsa da la vuelta a la ciudad y regresa finalmente al lugar donde empezó, la plaza. El dia se va se va y la noche llega, la fiesta continúa hasta muy tarde entre bailes, licor, camaretas, incienso, campanadas y oraciones. A la mañana siguiente y muy temprano todo se repite y así por varios dias, y todo para implorar a la Virgen de las Mercedes, Patrona de la Furia del Volcán por otro año de bendiciones, por otro año sin erupción.

Llegamos asoleados y agotados a casa, con el sabor de los pristiños con miel y restos de espumillas en los labios, pero seguros de que la Virgen nos protegería por un año mas de la furia del volcán y de cualquier otro desastre. -Hemos hecho nuestra parte – exclamó la abuela al cruzar el umbral de la casa. 

Hoy, la abuela ya no está y la ciudad es un recuerdo que a veces visito. Las plegarias a la Virgen deberán ser silenciosas, pausadas, acompañadas de velas y flores, sin esa algarabía de antes. Sabemos que la aglomeración de gente en estos tiempos de alertas y Estado de Excepción podría llevar a una tragedia inimaginable, si en ese momento se da una erupción. El informe del IG-EPN confirma que el volcán continúa echando ceniza, gas y vapor, y yo vuelvo a la realidad de mis días, sin su belleza en mi ventana.

Betty Aguirre-Maier


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