La mujer reloj
A Mercedes Maria.
Son las cinco de la tarde. Lo sé
porque Mercedes lo repite una y otra vez para que lo escuchen todos. No grita,
no levanta la voz. Va de arriba a abajo por la casa dando la hora, marcando el
día. Esa es su particular manera de llamarnos al café de la tarde. Luego va hasta la cocina en donde todo está en perfecto orden: tazas con sus platos y
cucharas respectivas. Canastos de pan y jarritas con leche, nata y mermelada. Los demás salimos de nuestros rincones como una fila de hormigas llevadas
por el aroma del café y nos dirigimos al comedor.
Así lo hace todo, con la hora y
los minutos. Es como si fuera un reloj viviente, como si hubiera nacido para
ordenar el tiempo. En las mañanas cuando nos despierta, no dice buenos días o
levantarse. Va por la casa repitiendo -son las seis y media, son las seis
y media, son las seis y media. Lo más extraño es que no tiene reloj y el
único reloj es uno de pared que está en el salón, al cual casi nunca nadie
entra. Los pequeños lo tenemos prohibido y si uno de nosotros viola esta
ley se nos castiga con un buen tirón de orejas. -El salón no es para los niños, es para
los invitados- repite y repite. Al medio día, Mercedes alza la vista al
cielo y busca el sol. La he visto hacerlo tantas veces que ya puedo imitarla.
Entonces empieza de nuevo su caminar por la casa, va de patio en patio y de
cuarto en cuarto. –Son las doce, son las doce, son las doce. No grita, no
levanta la voz. Nuevamente las hormigas se encaminan al almuerzo.
Esta mañana llegó del mercado con
las otras empleadas, sudorosas y cansadas después de varias horas
negociando las verduras, las frutas y la carne en ese mercado lodoso que huele
a coles podridas. Después de descargarlo todo van hasta el lavadero
para refrescarse. Veo a Mercedes subirse sobre unos ladrillos apilados cerca del muro
que da a la casa vecina. Espía con cuidado a través de un agujero y se dirige a las demás con un –son casi las once. Todas regresan a sus labores y yo
busco algo en que subirme y mirar lo que ella mira. Los ladrillos no
me sirven. Tomo un banco de la casita de la huerta. De puntillas logro llegar hasta el agujero y espiar. Veo a mi padre terminar de atarse la corbata y
despedirse de la vecina con un beso en la boca. Varios besos.
Bajo del banco a toda prisa y
lo regreso a la casita de la huerta. Corro hasta el primer patio a
esperarlo. Sé que en tres minutos llegará para levantarme en el aire y
darme un beso. Varios besos. Al verlo atravesar el portón, Mercedes
y yo decimos con calma y sin alzar la voz –Son las once, son las once, son las once.
Betty Aguirre-Segura
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