Juguetes de niños ricos
Al estruendo que sacudió los
árboles, le siguió un bullicio de pájaros sin destino fijo que huían por un
cielo gris y pegajoso. A ese emigrar en círculos le siguieron gritos agudos y
graves que opacaron las campanadas de la iglesia llamando a la misa de once.
Finalmente, un profundo silencio ahogó las voces de todos. Los ladridos
de los perros y el ruido de los pocos autos que circulaban por las angostas
calles, también se ahogaron en el mutismo, paralizando la ciudad por largos
días.
Es abril, llueve casi todo el día
y todos los días. Es una lluvia leve que lo moja todo lentamente y que se cuela
por la ropa, los zapatos, los tejados y las rendijas de las ventanas. La noche
es fría y larga y se nos prohíbe encender la radio o el televisor. El luto está
en todas partes, presente como una sombra. Cuando ya todos nos hemos ido a la
cama y las luces se han apagado, en esa total oscuridad y como una tormenta
lejana que llega y arrasa, lo escuchamos llorar. Su llanto estruendoso y
pausado atraviesa las paredes, las puertas y ventanas; recorre las plazas y
esquinas y finalmente llega hasta nuestras camas y nos taladra los oídos.
Al día siguiente a pesar de
nuestro cansancio y las ojeras, nadie lo comenta. Solo Mercedes me dice en voz
baja, mientras me pone el suéter, que ore por él y su hermanita muerta. Pero
luego en la cocina Marina replica que ya no importa, que la muerta, muerta está
y que él ya tiene su lugar en el limbo.
Pido explicaciones: -¿Qué es el
limbo? ¿Por qué allá?
Mercedes y Marina discuten a
gritos sobre el limbo. Mercedes acusa a Marina de maldad, de desearle el mal a
un niño. Marina le dice que no es tan niño, que sabía lo que hacía.
- No importa, la muerta, muerta
está– Repito como un eco mientras juego con Carlota, mi muñeca. Agarro una
cuchara de madera con la que Mercedes revuelve la sopa y la uso como un fusil,
pretendo que disparo y que mato a Carlota. Carlota vuela por los aires y cae en
el patio, de donde el perro se la lleva en el hocico. Mercedes me mira con ojos
de reproche. Yo salgo en busca de Carlota, avergonzada por haberla matado, pero
la encuentro intacta junto al jardín.
Mi madre me llama y arregla las
cintas blancas con las que ata mis trenzas y me pide que me comporte y que no
haga preguntas cuando estemos en el funeral. Pero insisto y le pregunto sobre
el limbo. Mi madre dice que los niños que mueren sin haber sido bautizados
llegan hasta allá. Esta respuesta me confunde aún más y quiero una aclaración,
pero los López, vecinos de la casa contigua han venido a buscarnos y ya nadie
me presta atención.
Cerramos la casa y vamos al
funeral en la calle de los Turcos. Marchamos en silencio por las angostas
veredas. La llovizna es más densa en la mañana y una niebla espesa que
baja de las montañas se dispersa lentamente por la ciudad. Su llanto no
nos ha abandonado, lo llevamos detrás de las orejas, está pegado en las ventanas y en los postes, en los chales y
velos de las mujeres y en los pesados abrigos de los hombres. Marina se ha
puesto algodón con cera en los oídos. Pienso en él, en lo grande y fuerte que
es; en lo bien que le queda esa boina roja que lleva siempre muy orgulloso. No
me lo puedo imaginar en el limbo, flotando entre nubes como un pájaro sin alas
y por una eternidad.
Mi hermano va contando los
adoquines de la vereda de tres en tres. Lleva meses haciendo esto. Yo lo sigo
en silencio y cuando se equivoca lo ayudo y continúa. Mi hermana pequeña va de
la mano de Mercedes y mis padres van al frente, tomados del brazo y vestidos de
negro, hablando en clave con los López que dicen no salir del asombro. Camino detrás
de mi hermano y junto a Marina. Intento sacarle más información sobre el limbo;
tiro de sus dedos:
-Marina, cuéntame más por favor. ¿Cómo
es el limbo? ¿Es verdad que los niños que no se bautizan también van allá? Pero
Marina no me responde, está molesta, ella no quiere ir al funeral. Me ignora.
Hoy la misa se escuchará en la
tarde cuando lleven el cuerpo de la muerta a la catedral. Poco a poco
otras familias aparecen por las esquinas, vestidos de negro y gris como
nosotros y con esa misma mueca de tragedia. Algunos y con disimulo van
cubriéndose los oídos. Saludamos y continuamos. Todos vamos en silencio o
hablando bajito. A poca distancia veo la casa y su portón de madera adornado
con lazos blancos y morados y un florero dorado con rosas blancas a cada lado.
Que diferente se veía el portón hace pocas semanas, cuando asistimos al
cumpleaños de la muerta. Había globos de colores y lazos rosados y un payaso
junto al umbral de vidrio que nos daba una sorpresa al llegar. Había música por
toda la casa y ella se veía linda con su vestido corto de punto abeja, sus
zapatos blancos y su bonete de cumpleañera.
Él estaba siempre cerca,
asegurándose de que no se lastimara o que pudiera alcanzar las ollitas
encantadas, sosteniéndola por las piernas. Al momento de soplar las velas, se
paró junto a ella y advirtió a todos que nadie más lo haría. Hoy todo es tan
gris, tan frío, como si la casa también hubiera muerto.
Entonces otra pregunta aparece en
mi mente y me dirijo de nuevo a Marina: - Marina, si él está en el limbo, ¿Dónde
está ella?- Pero Marina se coloca el dedo índice en la boca y me indica que
guarde silencio.
Yo la quiero ver en su ataúd, que
según mi madre será blanco y de satín y estará vestida con el atuendo de
Primera Comunión que nunca llegó a ponerse, con la corona de flores y el
rosario y la vela en las manos. Estoy nerviosa pero también emocionada, nunca
he visto un muerto. Entramos. Mi padre se queda con sus amigos en el primer
patio en donde los hombres beben, fuman y hablan de política. Hay mucha gente
dispersa por las habitaciones, patios y jardines. Mercedes se va con las otras
empleadas a la cocina, pero antes mientras me quita el abrigo, me explica que
morirse es desprenderse del cuerpo para volver al cielo.
-Eso me da mucho miedo - le
explico. Y añado: -yo no quiero abandonar mi cuerpo. ¿Cómo puedes existir sin
cuerpo Mercedes? - Ella me mira con ternura y sonríe y me pide portarme bien.
Mi madre se va con otras madres, tías y abuelas al salón principal para rezar
el rosario, acompañar a los padres y orar por la muerta.
A los pequeños nos dejan en una
habitación cuidada por niñeras, entre ellas Marina, quienes nos cuentan
historias tenebrosas mientras bebemos leche con galletas. De rato en rato
escuchamos su llanto que lo estremece todo pero eso no altera nada y las niñeras
se encargan de asustarnos con tales historias y muchos terminan llorando. Marina
es la última en contar una historia de terror, lo hace con gracia mientras se
fuma un pucho y se enrosca sus largas trenzas negras. Luego de que se acaban
las historias nos dejan solos y se agolpan junto a la ventana que da al jardín
en donde hablan de sus cosas y patrones. Estamos aburridos; algunos se duermen
y otros escapamos para estar entre los grandes o ver a la muerta.
Mi hermano y yo atravesamos la
casa en busca del salón principal en donde está el ataúd blanco rodeado de
flores. En el trayecto vemos una habitación pequeña con la puerta entreabierta
e iluminada con una luz muy tenue. Es una biblioteca. Ahí está él, sentado en
un sofá de terciopelo azul, vestido con un traje gris y corbata que le queda
ajustado; inmóvil, parece no respirar y mira al vacío con ojos desorbitados. De
la boca casi torcida le sale un quejido constante y un hilo de saliva le rueda
por la quijada hasta el cuello. Sus zapatos negros de charol brillan reflejando
la tenue luz, tiene los pies pequeños, muy pequeños para su tamaño. A su lado
está el padre Vicente quien reza con los ojos cerrados mientras sostiene una
biblia entre las manos.
Metemos la cabeza un poco más y
divisamos al otro lado de la habitación a sus abuelos y al Juez. Discuten qué hacer
con él, a donde enviarlo, o si deberían encerrarlo en un sanatorio. La abuela
dice que lo importante es hacer algo para que la gente olvide lo sucedido o por
lo menos no se vuelva a hablar del incidente. El abuelo solo menea la cabeza
que casi toca el pecho y suspira. De pronto y sintiendo algo sobre los hombros
lo descubrimos mirándonos con sus enormes ojos vacíos y en pocos segundos lanza
otro llanto tan estremecedor que rompe la bombilla y quedamos a oscuras. Corremos
aterrorizados cruzando la casa hasta llegar al salón principal.
A pesar de la advertencia de los
adultos que charlan cerca del salón, nos acercamos poco a poco. Nadie nos ve
entrar. Las mujeres están ocupadas en los rezos. Finalmente cruzamos el salón y
vemos el ataúd; está cerrado. Nos sentimos decepcionados pero quedamos a la
espera de que alguien levante la tapa para poder verla. Pero nadie lo hace.
Pasan los minutos y un niño se sienta a mi lado.
–No la van a abrir. No lo harán
porque no tiene cabeza – Dice, mientras sonríe.
Mi hermano y yo nos tomamos de la
mano, compartiendo el miedo. -¿Cómo? ¿Dónde está su cabeza?– le pregunto.
–En pedazos, en una bolsa junto
al cuerpo pero sin los ojos, los perros se los comieron cuando le explotó la
cabeza por el disparo. Luego mataron a los perros con el mismo fusil.- Nos
cuenta emocionado y en voz baja, con un sádico brillo en los ojos que nos deja
perplejos.
Al poco tiempo llega mi madre y
nos lleva al patio principal en donde nos entrega a Mercedes que tiene a mi
hermana dormida entre sus brazos. Marina sostiene los abrigos y con una mueca
de cansancio nos los pone. Caminamos de vuelta a casa lentamente y en silencio.
Algo en mi tiembla, puedo imaginar su cabeza volando por los aires en pedazos y
los perros lanzándose a sus ojos. La cálida mano de Mercedes me calma. Mi
hermano no dice nada, llora calladamente. Cuando llegamos y cruzamos el umbral,
Marina nos mira con tristeza y ladeando la cabeza, dice:
–Juguetes de niños ricos.
FIN
Betty Aguirre-Maier
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